
Esta mañana, junto a la barandilla de pensar, escuchaba el griterío ebrio de la muchachada al volver de fiesta. Escuché también tu grito de silencio desgarrado en el incipiente amanecer, pequeño Uliseo. Sentí esas cosas que callamos porque la gente nos supone fuertes e invencibles. Porque tiene que parecer que todo está bien.
Aunque se nos caiga el techo encima, nosotros salimos de los escombros delante de esa jauría de hienas y sonreímos mientras nos sacudimos el polvo del derrumbe que nos ha manchado el traje. Este polvo blanco suaviza mis facciones - dices, mintiendo a conciencia, viendo el supuesto lado bueno de las cosas.
Pero en lo más íntimo de tu soledad, haces la auditoria de una vida y sobre todo ahora que estás aprendiendo contabilidad, estas cuentas no te cuadran. Por más que revises no cuadra: Demasiados acreedores, demasiadas promociones estafa, demasiadas cifras en la columna del 'debe' y pocos amores correspondidos, ofertas de trabajo -dignas o indignas- en el 'haber'.
No te pido el milagro de resolver tu vida en un parpadear, ni que saltes esos obstáculos sin resolver con tu máscara veneciana de sonrisa y pundonor. Sólo te ofrezco mi mano para que te agarres en momentos de terremoto, mis hombros para cuando se caigan las vigas de esos pesados techos en ruinas que nos atenazan.
Yo tampoco puedo con mi vida, y lo sabes, pequeño Ulises, pero le opongo resistencia. Mientras me quede un hálito de vida te engancharé a mí y sacaré a flote tu alma varada. Sé que no lo soy todo, que no soy todo todas esas ínsulas que anhelas encontrar en el piélago de tu vida. Pero soy algo que no abunda en estos tiempos modernos: Incondicional.
¡Qué se joda esta puta vida, aún no nos va a ver muertos!